Lima, Peru.
Como a casi todos los niños siempre me llamaron la atención los camiones de bomberos, las patrullas de la policía y las ambulancias; sin embargo, luego de medio siglo sin mayores sobresaltos solo los había visto pasar a prudente distancia, desde afuera, a lo lejos, preguntándome la naturaleza de la emergencia.
Este mes, gracias a la sensación de ahogarnos sin necesidad de sumergirnos en un ningún líquido que ofrece el COVID a algunos elegidos, cumplí uno de esos sueños infantiles. Las ambulancias son desde adentro como siempre me las imaginé: relojes, llaves, perillas, botones, mangueras y tubos por todos lados, mucho acero inoxidable, luz cenital y espacio escaso para muchos movimientos. Solo me llamó especialmente la atención que desde la camilla no hay forma de ver hacia el exterior. La ciudad se transforma en solo un juego de luces y sombras que se percibe a través de las ventanas traslúcidas de las puertas posteriores del vehículo.
Por pura discreción vecinal agradecí que la ambulancia partiera de la puerta de mi casa en absoluto silencio. Contando giros a la izquierda y a la derecha hasta detenerse por primera vez, imaginé que estábamos por salir de mi urbanización y estábamos por incorporarnos al tráfico de la Avenida Benavides de Lima. Allí, detenido en la esquina, el conductor encendió la sirena e imprimió velocidad y nerviosismo a su forma de conducir, haciendo en los siguientes minutos cambios continuos de carril.
La memoria que tenemos de la ciudad nos hizo reconocer, aunque no pudiésemos verlo, que estábamos cruzando por el subsuelo el ovalo de Higuereta al percibir que descendíamos para encontrarnos inmediatamente en total oscuridad exterior antes de volver a ascender hacia la luz. Inmediatamente, los contrastes sucesivos de luces y sombras nos recordaron que la Avenida Benavides es una avenida arbolada mientras cruza el distrito de Miraflores.
Auxiliados por el oxígeno nos encontramos tratando de adivinar a cuál puente de la Vía Expresa, esa que los limeños llaman “El Zanjón”, correspondía cada sombra que cruzábamos a toda velocidad. Cualquier duda de nuestra ubicación se disipó al percibir que el conductor tomaba una amplia curva hacia la izquierda antes de percibir la sombra que proyecta la amplia Avenida Javier Prado al cruzar sobre la Vía Expresa en el distrito de San Isidro, en medio de sedes bancarias y edificios corporativos de oficinas.
La disminución de la velocidad nos hizo imaginar que habíamos llegado al Paseo de los Héroes Navales. Bajo un sol que abruma nos imaginamos al imponente Palacio de Justicia o al brutalista Centro Cívico, antes de percibir que la ambulancia maniobraba para estacionarse en el edificio de arquitectura moderna que entre los años 50s y los 80s fue la Embajada de los Estados Unidos de América en Perú y desde hace unos 20 años fue reciclado como sede de la Clínica Internacional.
Tenemos una memoria del lugar que habitamos, incluso de sus luces y sus sombras. La ciudad se expresa de muchas formas. Con solo cerrar los ojos, podemos recorrer los lugares conocidos o ubicarnos solo con percibir una forma, una sombra, un cambio en la topografía, un sonido o un olor. Las ciudades donde vivimos crean en nosotros esos códigos que nos permiten ubicarnos, esa memoria sensorial que funciona incluso si sentimos que no podemos respirar.