Talavera de la Reina, Toledo-España.
Todo está quieto en el parque; enormes bancos de hormigón jalonan los parterres. Es temprano todavía y no transita nadie; una urraca picotea insolente entre la hierba y el trébol y al verme, levanta el vuelo más precavida que asustada.
En uno de esos enormes bancos que parecen sarcófagos, se ha sentado una abuela. Está sola, las manos enlazadas y puestas en el regazo sobre unas ropas talares; está mirando al frente, a no sabe qué y parece no importarle nada.
Tiene erguida la espalda, recta, como si no se quisiera dejar vencer por la vida que se escapa. Me paro a observar un poco más de cerca y veo su rostro, sus profundas arrugas y sus ojos que, ocultos tras las gafas, esconden una mirada ausente, un desengañado afán y algunas lágrimas furtivas. Tiene que ser dura la soledad y amarga; sola en casa, sola entre la gente, sola en el parque.
Lo cierto y verdad es que nos pasamos la vida abrazados a la rutina, esclavos de un sistema que nos mantiene clavados en las costumbres más absurdas y alienantes, persiguiendo sueños que nunca se llegan a cumplir, soñando con un mundo que no ha sido diseñado para nosotros; enredados en una palabrería zalamera y engañosa.
Se nos pasa el tiempo buscando aquí y allí sin encontrar nuestro sitio porque realmente no sabemos qué buscar; tan grandes son nuestras orejeras. Cuando un buen día, cansados ya de no encontrar lo que queremos, completamente solos, vencidos y desalentados, dejamos de buscar, es que ya estamos maduros para la renuncia y el tedio, listos para morir.
Nos hacen caminar siguiendo un rumbo marcado de antemano, con la ventaja de conocer nuestras debilidades humanas.