Talavera de la Reina, Toledo-España.
A veces las historias vienen a uno como soñadas, como si salieran del humo de la lumbre para hacerse realidad y ser contadas como si fueran ciertas. Avelino había nacido allí al pie de aquellos pelados riscos y altivas peñas donde crece el fidioncho y anidan las rapaces. Al ritmo lento de los días en aquellos espacios infinitos se fue abriendo a la realidad de la vida, una realidad cósmica en la que él creía sentirse feliz.
Todavía no había amanecido y ya estaba Avelino cuesta arriba con su rebaño apuntalando las estrellas; con las primeras luces ya andaba en todo lo alto con sus careas pegaditos y atentos, obreros a tiempo completo como su amo. Nadie en aquella vasta comarca adiestraba los perros como él; había que ver a aquel animalucho, rubio y menudo, todo pelo, recoger a las vacas ladrándolas detrás y colgándose con los dientes de sus rabos para evitar las coces. También tuvo el amor cabida en su cósmica visión de la vida y más de una vez, entre trigos, retamas y centenos, hubo de probar las mieles del placer, un placer furtivo, disfrutado a escondidas con el pícaro sabor de lo prohibido, hurtado a los ojos moralizantes de viejas creencias.
Pero lo cierto es que aquello no era una Arcadia feliz y bien se vio cuando un buen día dejó de subir a las cumbres y pastaba el rebaño por las laderas muy cerquita de las siembras. Despuntaba el centeno con un pálido verdor de primavera, apetitoso y tierno, el reclamo perfecto para aquellos voraces bichos que trasquilaban a pocos metros, la escasa hierba que crecía en los ribazos:
La primera vez que las ovejas se metieron en el sembrado fue por un descuido y rápidamente las sacó alejándose con ellas de aquel collado; pero el daño ya estaba hecho.
La segunda vez dejó que el ganado pastara a placer mientras sentado en lo alto de una piedra veía el camino que salía del pueblo y se perdía sinuoso más allá del horizonte.
El éxodo ya hacía tiempo que había empezado y algunos habían cogido aquel camino para no volver. Se dio cuenta de que el ganado con tanta y tan sabrosa comida, no se movía del sitio y los careas, a los pies del peñasco, dormitaban rebajados de todo servicio.
Así es que pensando en cual podía ser su porvenir camino adelante, se durmió plácidamente enredado en una maraña de sueños; y vio en aquel soñar, magníficas ciudades, gentes en constante ir y venir, comercios y bancos y tabernas, fábricas enormes y coches por doquier y a su querida Rosa salir de entre aquel tráfago de gentes, con su delantal de colores, su pañuelo a la cabeza y el sombrero de paja sombreándole los ojos.
¡Rosa del alma, ojos de ensueño! Quiso, soñando, alcanzar la miel de sus labios pero no hubo tiempo; un golpe seco en el bajo vientre le volvió a la realidad; ¡maldito cabrón, bandido, pedazo de hereje, ladrón!. Como un resorte saltó del peñasco y olvidando perros y rebaño, salió corriendo peñas arriba mientras el tío Eduardo gritaba a sus espaldas: -¡si no fuera por esta patica que dios me quitó! ¡Bandido, ladrón!.
Le faltaba una pierna de la rodilla para abajo y se movía con una horquilla de madera sujeta con cintas de cuero al muslo por encima del muñón. Tuvo Avelino que dar gracias aquel día porque el grueso palo que el tío Eduardo manejaba estaba podrido y al golpear contra su cuerpo se deshizo en una nube de serrín negruzco, de lo contrario hubiésemos tenido que lamentar una desgracia.
Todo esto nos lo contaba Avelino muchos años después cuando desengañado, cansado y envejecido, volvió a sus montes, a su antigua y cósmica visión de la vida, harto de patear ciudades, de aguantar a insufribles patronos y de perder la salud alimentando a parásitos indecentes.
Volvió con otra Rosa que se llamaba Matilde porque aquella de antaño también hacía ya mucho tiempo que se había ido para no volver.